Desde pequeña, Josefina temía convertirse en una de esas personas grises que parecen ir en automático cumpliendo mandatos lejos de sus propios deseos. Al mismo tiempo, quería ser exitosa, así que luego de graduarse como abogada, se unió a una importante empresa multinacional. Más pronto de lo que suelen lograrlo las mujeres, Josefina alcanzó una posición de liderazgo y se sumó al equipo directivo de la organización. Toda la empresa estaba orgullosa de Josefina, pues aumentar la representación de mujeres en el liderazgo era uno de los objetivos que se habían planteado desde el inicio de sus esfuerzos de diversidad, equidad e inclusión. Solo que se olvidaron de un pequeño detalle: no bastaba con que las mujeres llegaran a la cima si al final no iban a querer permanecer allí.
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No le tomó mucho tiempo a Josefina comprender el sacrificio implícito que conllevaban esas posiciones. La entrega era casi absoluta. No existían horarios, muchas reuniones se celebraban de noche, estar disponible para cualquier emergencia laboral era esencial, y la presión y el estrés, permanentes. “¿Quién en su sano juicio estaría dispuesto a sacrificar su salud mental, su salud física y sus vínculos familiares y amistades, por una cuota de status, o un sueldo más alto? ¿Acaso no tienen hijos?”, se preguntaba incrédula. Pronto conectó con la respuesta: “Hay que ser una persona gris para asumir ese sacrificio”.
Las personas grises tienen género; son casi todos hombres. El intercambio que hicieron por esa cuota de poder no respondía a una elección racional, movida por intereses propios genuinos, sino más bien impulsados por un mandato rígido de masculinidad. Competir, progresar (al menos en términos económicos) y aumentar su poder, los hacía sentirse realizados bajo preceptos escritos por una construcción aleatoria, aunque nociva. A diferencia de Josefina, ellos no podían salirse de ese círculo pues la penalización social se presentaba como algo demasiado difícil de procesar. En definitiva, ¿cómo abandonar una posición que se vendía cómo la máxima aspiración de una persona realizada? Además, si abandonaran esas posiciones sin ser obligados (o expulsados) … ¿qué se supone que iban a hacer? ¿Intentar intimar con sus hijos? ¿Cuidar de sus padres? ¿Ir a clases de yoga y meditación regularmente? Su valor como personas estaba asignado por su posición y no podían imaginar cuánto valdrían sin estar ocupando esos espacios de poder.
Tan pronto llegó a la cima, Josefina recibió el mensaje no tan sutil de que allí existían reglas preestablecidas, aunque no escritas, ni mucho menos validadas por ellos mismos. Sus opciones, si decidía permanecer allí, se limitaban a una sola; asimilarse y respetar esas reglas. Lo que no sabían es que ella era libre del mandato masculino y, a diferencia de ellos, podía retirarse y repensar su vida priorizando un equilibrio que ellos también deseaban, pero que no podían atreverse a adoptar.
Su nuevo emprendimiento profesional le permitía cuidar de sí misma y de sus vínculos afectivos. Le permitía manejar sus tiempos y ser productiva sin sacrificar su salud. Le permitía ser una persona con colores propios. Su valor como persona no dependía de cuánto producía diariamente, ni para cuál corporación trabajaba, ni siquiera cuál jerarquía ocupaba. Su valor era intrínseco a su persona. ¿Sería posible conciliar esto en un equipo de liderazgo empresarial? Por supuesto, concluyó. Solo necesitamos de hombres que rompan su mandato de masculinidad y se permitan adoptar los colores que deseen auténticamente.
Por Marcelo Baudino
Experto en Diversidad, Equidad e Inclusión
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